Para que una comunidad sea sostenible, es decir para que pueda perdurar en el tiempo conservando e incluso mejorando el espacio que la contiene, no basta con implantar una serie de tecnologías “eco” ni con crear estructuras políticas y sociales realmente democráticas e innovadoras. Se necesita algo más. Se necesita crear una identidad, posiblemente variable, pero capaz de estimular el deseo de pertenencia, liberando fuerzas integradoras basadas en el respeto, la tolerancia y el apoyo mutuo, conformando ritos, celebraciones y actos festivos que contribuyan a reafirmar esa identidad colectiva. Todos somos conscientes del peligro de las identidades colectivas que funcionan por exclusión (nacionalismos y fundamentalismos varios), pero no todas las identidades colectivas comportan algo negativo, y sin duda son necesarias. La sociedad capitalista occidental está generando poderosas fuerzas desintegradoras, que están acabando con los pocos núcleos de autoapoyo y seguridad existentes –la gran familia, el barrio, la aldea, etc.–, cuyas consecuencias son un recrudecimiento de las opciones individualistas y una reafirmación colectiva aunque impersonal a través del consumo –las únicas posibilidades de identificación actuales se realizan a través del gusto, indefectiblemente ligado a un consumo–. En el otro extremo se hallan todos los inadaptados del sistema, aquellas personas que, despojadas de los atávicos lazos que antaño conformaban las identidades grupales, no han sabido amoldarse al cariz de los nuevos tiempos y se dedican a vagar por el espacio urbano dejando una amplia huella de su insatisfacción, con marcadas frustraciones personales y, en determinados casos, con fuertes desestructuraciones psíquicas. No nos engañemos, no somos tan fuertes como para vencer en solitario los golpes que nos da la vida, ni las magras recompensas de la tan aplaudida ambición personal (en la línea de la ética utilitarista que subyace al capitalismo) nos han de salvar de un naufragio cantado. Necesitamos de los demás, y necesitamos identificarnos con ellos, reconocer sus carencias y sus afectos y sentirnos reconocidos en las suyas.
Una comunidad sólo puede perdurar si es capaz de poner los medios para que el aglutinante o la llama que la sostiene no se extinga, si es capaz de reinventarse continuamente a sí misma como comunidad, teniendo cuidado de no caer en la apatía y el desinterés general. Y para esto son importantes los ritos, las celebraciones y las fiestas. La antropología nos ha mostrado claramente el sentido de los ritos en las comunidades primitivas. Los tiempos han cambiado, los ritos también. Pero eso no quiere decir que hayan desaparecido. Cada colectivo tiene sus propios ritos, en algunos casos no son más que adaptaciones de ritos antiguos que se asumen como propios, en otros se trata de ritos nuevos, tal vez más acordes con el origen social de quienes participan en ellos. Gracias a todas estas manifestaciones externas se reactualiza el deseo de pertenencia a un grupo, al hacernos sentir más cerca de los demás, más fuertes en nuestra confirmada unidad, más seguros con nosotros mismos. Independientemente de los motivos por los que se decide vivir en comunidad (ecológicos, políticos o espirituales, o por una mezcla de todos ellos), más allá del acercamiento intelectual que permite el acuerdo o el sereno debate sobre contenidos teóricos, se necesitan otros instrumentos para dar forma a la corriente de flujos afectivos que recorre toda comunidad, algo que permita hablar a los cuerpos en su propia búsqueda de sintonía más allá de la palabra. Esto es el rito, la fiesta, la cálida corriente energética que se eleva por encima de cada yo particular para conformar, aunque sólo sea por unos instantes, un ser más fuerte del que todos nos sentimos partícipes.
Y esto es también la espiritualidad, tal y como yo la interpreto. Nada de dioses transcendentes, por muy antropomorfizados que estén. Nada de sacerdotes ni de gurús ni de líderes espirituales, por muy cercanos que se nos quieran presentar. Nada de palabras sagradas, ni de rituales que nos comprometen con un “Más Allá”. Pura corriente inmanente, que cristaliza en determinados actos de sentido compartido. Creo que hasta aquí la espiritualidad es algo que todas las personas podemos compartir, al menos todas que no han hecho de la razón su propio dios. Y creo también que en este sentido es una componente importante en toda comunidad sostenible, y que desde luego no falta en ninguna ecoaldea. Si en ocasiones se halla ausente de ciertas comunidades radicales, probablemente se deba a una falta de comprensión sobre los supuestos de la espiritualidad inmanente. Otra cosa distinta es la creencia o la fe en un conjunto de ideas externas a nosotros (que se nos presentan por tanto como un dogma), inventadas por personajes históricos o actuales y que suelen ir acompañadas de ciertos ritos de comunión. No es necesario que tales ideas contengan la noción de un Dios, más o menos antropomórfico, entre sus premisas: conceptos como Espíritu, Energía o Unidad puede jugar dicho papel. Lo que caracteriza a la religión (que es de lo que estamos hablando) es la sustitución o complementación de un discurso racional (asumible por todos los seres humanos) por otro discurso que sólo es asumible por los creyentes, pues ninguna evidencia racional o sensible lo confirma, salvo la de la propia predisposición a creerlo (lo que sin duda puede alterar en el creyente la sensibilidad receptiva y las formas de representación). Muchas comunidades espirituales son, según la explicación anterior, comunidades religiosas, con sus gurús y sus textos sagrados. En la medida que tales comunidades se construyen sobre creencias que implican una subordinación o sumisión de unas personas a otras, llegando a crearse estructuras jerárquicas inmóviles, no pueden considerarse como ecoaldeas, pues tales posiciones entran en abierto conflicto con lo que hemos dicho en apartados anteriores. No estoy diciendo con ello que en una ecoaldea no quepan actitudes religiosas –todavía mucha gente necesita de la religión, incapaces de afrontar desde adentro las grandes preguntas de la vida, consolándose con respuestas que les vienen de afuera–, simplemente mantengo que tales actitudes se han de tratar como opciones individuales, que no tienen por qué afectar a la comunidad en su conjunto. La aconfensionalidad es un ingrediente necesario de toda ecoaldea, como lo es también el respeto por toda opción religiosa individual.