Aunque la necesidad de alternativas comienza a ser acuciante, dado el aumento de “inadaptados” del sistema, aumentando con ello las experiencias concretas en que se lleva a cabo una u otra forma de resistencia, lo cierto es que las comunidades intencionales existen desde siempre, sea como forma de resistencia al desvirtuamiento que de la religión hacen las jerarquías –p.ej. muchas de las comunidades heréticas de los siglos pasados, los cristianos de base…–, o como alternativa igualitaria a una sociedad injusta y represiva –p. ej. los falansterios de Fourier o las colectividades anarquistas de la República–. Los motivos ecologistas son mucho más recientes, pero no menos acuciantes. Tenerlos en cuenta resulta imprescindible para la perdurabilidad (o como se dice ahora, sostenibilidad) de cualquiera de estas experiencias y, en general, de la vida sobre el planeta. Las colectividades anarquistas de la España republicana, y las que todavía persisten en nuestros días, son un buen ejemplo de cómo se puede organizar de manera diferente el tema de la propiedad, prescindiendo de la propiedad privada, causante de las mayores desigualdades, y promoviendo formas de propiedad colectiva y social. Nos enseñan también a prescindir de las estructuras jerárquicas estancas, al poner en marcha formas de participación horizontal y de decisión consensuada, tanto en el ámbito político como social (en el trabajo, en la escuela, etc.). Nos enseñan la necesidad de lograr una distribución equitativa de la riqueza social, como única manera de garantizar la convivencia, sin los recelos o envidias que produce la diferencia de clases, etc. Sin embargo, presas de la trampa del progreso, no tuvieron, y en algunos casos siguen sin tener en cuenta las negativas consecuencias ecológicas (y en última instancia sociales, pues el deterioro del entorno incide negativamente en la calidad de vida) del desarrollismo a ultranza, y presas de una racionalidad cartesiana que considera al sujeto únicamente como consciencia racional, no han sabido tratar el tema de las afectividades irracionales e inconscientes que recorren el ser humano y las relaciones que establece con los demás, cerrándose en banda a las cuestiones espirituales y mostrándose incapaces de tratar adecuadamente los procesos de convivencia grupal, reduciendo los conflictos internos a un análisis puramente mercantilista (o de ambiciones individuales).
Las comunidades terapéuticas y espirituales, por su parte, al menos aquellas que no siguen a ningún gurú ni están regidas por una estructura jerárquica predeterminada (que por lo demás, son las únicas que merecen ser tenidas en cuenta en este artículo) nos enseñan a cómo profundizar, más allá de la razón, en un mundo de afectividades y sentimientos que está en cada uno de nosotros y que compartimos con todos los seres humanos, nos enseñan, con la puesta en marcha de diferentes técnicas y con la celebración de determinados ritos, a ahondar en nuestro ser profundo, a descubrir nuestro ser común, apacible a veces, conflictivo en otras. Nos enseñan a aumentar nuestra autoestima a través de un trabajo personal y colectivo, a crear corrientes de fuerzas integradoras basadas en sensaciones, en sentimientos, en afectos. Recuperan para nosotros las palabras Amistad y Amor. Sin embargo, inmersas como están en una estructura social injusta, frustrante y represiva, caen a veces en la trampa del asistencialismo, ayudando a las personas a soportar mejor sus condicionantes individuales, sin cuestionar (ni hacer que se cuestionen) los motivos reales de su situación, sin criticar las estructuras sociales o políticas que propician tales estados. E inmersas como están en una estructura económica injusta, a veces olvidan que sus actividades contribuyen a dicha situación, cayendo en un mercantilismo contrario a los ideales que quieren defender (basta recordar a este respecto el así llamado “supermercado psi”, en el que se ofrecen, como en cualquier otro centro de consumo, infinidad de técnicas y prácticas para “arreglar” la vida de las personas).
Por último, las comunidades guiadas por motivos ecológicos, aun recientes, empiezan a abrirse paso. El ecologismo nos ha abierto los ojos sobre las nefastas consecuencias no sólo de la mayoría de las actividades industriales emprendidas por el ser humano, sino también de muchas de sus actividades familiares. Nefastas no sólo para los demás seres vivos, sino para nosotros mismos, al afectar directamente a nuestra salud, bien a través de la alimentación, bien alterando las condiciones de vida sobre el planeta. Gracias a la lucha ecologista se están, en unos casos recuperando, en otros desarrollando tecnologías que minimizan los efectos de nuestra acción sobre el medio. El ecologismo nos ha revelado también cómo la mayor parte de las acciones humanas tienen una repercusión global sobre el planeta y que, por tanto, la lucha ha de ser de todos. Desde el ecologismo se insiste en que para que una comunidad sea sostenible, es decir pueda perdurar en el tiempo conservando e incluso mejorando su estado, es necesario introducir una serie de cambios en nuestras vidas y en la forma en que producimos los alimentos y demás objetos necesarios para vivir. Sin embargo, el ecologismo no siempre ha tenido en cuenta las condiciones sociales de la producción ni se ha inquietado por la distribución desigual de la riqueza social. Tampoco se ha planteado si los cambios que exige son accesibles a todo el mundo, o en qué manera lo son. Sólo desde la perspectiva de lo que se ha denominado ecologismo social parece que estas consideraciones se empiezan a tener en cuenta.
Ante estas diferentes perspectivas, y en la medida en que mucha gente no se siente con ganas de liderar ningún tipo de lucha particular, sino que reclama simplemente el poder acoplarse a estructuras tal vez incipientes pero ya experimentadas, conscientes de la necesidad de cambiar sus vidas pero sin ánimos para enfrentarse a lo desconocido, gentes que participan en distinto grado de preocupaciones ecológicas, sociales o espirituales y que quieren incorporarlas en sus vidas, no como motivo de lucha o de resistencia, sino insertas en sus hábitos y costumbres, no para hacer de ellas la justificación de sus vidas pero sí para reforzar el movimiento emprendido por otros; ante esta demanda de modelos sociales alternativos pero ya experimentados y consolidados, es cuando surge la pregunta que da título a este trabajo: ¿por qué no ecoaldeas? Dada la variedad de intereses que se recogen bajo un mismo conjunto de preocupaciones y dada la infinidad de maneras de llevarlos a la práctica, es claro que nos enfrentamos a una comunidad necesariamente difusa en la que las coincidencias teóricas de partida apenas si se reflejarán en la manifestación real de cada comunidad concreta. Por eso se necesita un espacio teórico amplio que de cabida a los deseos e ilusiones particulares de cada grupo de personas que decide poner en práctica sus ansias de vivir de otra manera que no sea la de la sociedad occidental. Cuanto más amplio sea este espacio teórico, siempre dentro del margen de preocupaciones expresadas líneas arriba, más gente podrá amoldarse a él y sin duda con mayor libertad para dar forma concreta a sus propias exigencias. Y es aquí donde creo firmemente que las ecoaldeas, además de contar con numerosas experiencias concretas que pueden servir de modelo, encierran también ese espacio teórico que puede servir como referencia a todas aquellas personas y colectivos dispuestos a empezar una nueva forma de vida.